Voy sentada en el coche con la ventanilla bajada dejando que el aire ondee mi pelo a su gusto. Mi mirada está perdida en el suelo, pero poco a poco la levanto para ver aquello que me rodea.
Es la hora perfecta: el crepúsculo. El cielo se tiñe de ese color vainilla que se difumina y se mezcla con el azul original; las nubes tapan levemente al sol dejando que sus rayos las atraviesen delicadamente.
Sin duda este es un buen momento para pensar en todo lo que ha pasado en los últimos días. Son buenos los recuerdos; he reído a todas horas y soy feliz.
Con la mirada nuevamente perdida en los rayos del sol que iluminan el horizonte, la pequeña sonrisa que se había dibujado en mi cara desaparece y sin darme cuenta una lágrima involuntariamente recorre mi cara. Es tu recuerdo el que aparece ahora. No lloro porque no estás a mi lado, sino porque un día lo estuviste y no lo supe aprovechar. No lloro porque no me miras, solo porque ya no soy igual para ti. No lloro por haber hecho aquello, lloro porque estás demasiado lejos para arreglarlo. Me toca fingir que lo he olvidado y que no me importa todo esto. Pero son muy pocas las cosas se me dan bien, por no decir ninguna, pero sin duda, mentir no es una de ellas.
Dejo al sol a mis espaldas y me dirijo a la oscuridad de la noche. A pesar de haberte tenido tan cerca, ahora te alejas cada vez más rápido. La noche ha llegado, pero si te fijas, las estrellas a pesar de estar más lejos que el sol, brillan con la misma belleza.
El amor es ciego y el final es triste. Esto es un final tal vez, pero quien sabe si habrá un nuevo principio.
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